Una historia de maravilla

En la casa mexicana de Gabriel García Márquez está gestándose una revolución. Carlos Payán, Epigmenio Ibarra, Maravilla y el autor de “Cien años de soledad” planean el argumento de una serie televisiva de ficción. Tiene que ser algo que los mexicanos no hayan visto nunca en sus pantallas. Ese algo no puede ser otra cosa que la pura y simple realidad mexicana.

Una idea se impone: la política y el narcotráfico.

El hilo de la historia se enreda en el punto en que se cruza el sonriente saludo presidencial con el frío puñal del capo de la droga. El nexo existe, o por lo menos existió durante el sexenio de el ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Pero ¿cuáles son sus gestos, lenguajes, lugares, personajes?

Inopinadamente, el guardaespaldas de Carlos Payán les dice que andan más perdidos que María Luisa Landín en el bolero, si los señores le permiten. Él ha sido policía judicial y sabe cómo carajos es la cosa. La historia adquiere nombres, rostros, fechas, lugares, cantidades precisas, cadáveres. El argumento está listo.

Un seudónimo

Maravilla cree que todo en la vida es acción política. Pero también cree que todo acto político es susceptible de ser puesto en pantalla. El tipo es feliz si tiene a una chica, una cámara, suficiente ron y, con fondo de rumba caribeña, alguna batalla por librar.

Ahora es un rey de telenovela, pero antes fue un guerrillero en los cerros salvadoreños. Pero antes fue amante de Vanessa Redgrave, en Londres. Pero antes, en su Caracas natal, un cáncer le afectó el cráneo, y se fue a Moscú para someterse a una operación de la cual salió con casi media calavera de platino.

Los rusos son excelentes médicos y pararon la metástasis, pero no son precisamente unos estetas, y a Maravilla le quedó la cara descabalada para siempre. Según mis cuentas el tipo ya era feo, pero las mujeres mueren por él a pesar de mis cuentas. Las mujeres y sobre todo aquella mujer que para mí fue una pausa de luz en la noche larga de la guerra: una vieja factura que Maravilla aún me debe.

Lo conocí en 1981. Yo recién salía todo flaco, fané y descangallado de un campamento guerrillero. Él iba para el frente.

Allá se quedo once años, maravillando a los guerrilleros con sus historias, y maravillándose él mismo de esa chica, el sol, esa emboscada, aquella iguana, el río, la vida, coño. Y los guerrilleros terminaron llamándole así sencillamente: Maravilla.

Me lo volví a encontrar en México. Llegó a mi casa de la colonia Portales el 16 de enero de 1992. Venía del castillo de Chapultepec, del evento donde se había firmado la paz salvadoreña. Justo allí le dijo a Joaquín Villalobos: “Yo aquí termino, vale”. Y ho hubo orden ni argumento del comandante Villalobos que lo hiciera reconsiderar. “Aquí empiezo otra guerra”, me dijo entre triste y alegre, “no conozco a nadie en esta ciudad, y no tengo ni un peso, pero aquí me quedo”. Acto seguido despachamos algunas botellas de ron, conversando hasta el amanecer.

Me contó que de la guerra solo había sacado una gran conclusión que era una verdad de Perogrullo: “el mundo es más ancho que yo. No quiero cambar a nadie. Lo que amo es precisamente la diferencia”. Se fue al mediodía y no volví a verlo. Yo me vine a el Salvador.

Desafío

Salinas Pliego, dueño de TV Azteca, termina de leer el argumento. Maravilla, Epigmenio y Payán intentan adivinar el sí o el no en las expresiones faciales del joven magnate. Saben que su proyecto vale oro. Pero una cosa es querer tocarle las bolas al Tigre Azcárraga, dueño de Televisa, y otra cosa era meterse con el Señor de los Pinos, la Casa Presidencial mexicana, y con el Señor de los Cielos, el capo del cártel de Sinaloa.

—No —dice Salinas Pliego.

Payán suspira resignado. Epigmenio ahoga en su garganta un “chingue a su madre”. Maravilla siente que se le nubla la vista y que se le mueve el piso.

Salinas Pliego sonríe y agrega:

—¿De qué me sirve una serie de ocho capítulos? Lo que necesito es cubrir tres mil horas en la barra estelar. Conviertan esto en telenovela y lo hacemos ¿pueden?

La cita

Siete años después de aquel 16 de enero de 1992, regreso a México. Maravilla me cita en el Konditori, un restorán danés que tiene valet parking y mayordomos engominados de muy corbatín de pajarita y chalecos de seda; las meseras parecen reinas de belleza y los meseros se creen lores ingleses, por lo menos. Le digo estás loco, Mara, aquí un trago debe costar una fortuna. “No hay problema”, me dice, “pide champán y caviar, yo invito”.

Y las reinas y los lores se deshacen en atenciones, porque resulta que Maravilla es uno de los habitués más encumbrados de ese encumbrado lugarejo. Pedimos dobles de tequila reposado y un aderezo de carnes frías, y le pregunto qué hay de nuevo. “Una hija”, responde. Yo conozco a la mamá de la niña. La he visto en la tele, en revistas y periódicos: es una de las actrices más bellas de México y en ese momento protagoniza una de las telenovelas de Maravilla.

— ¿Telenovelas? —le digo— ¿quieres que te aplauda, que me arrodille? Pasarse los años matando y muriendo entre aquellos chiribiscales del frente y terminar haciendo telenovelas, no lo entiendo.

Maravilla agota de un trago su doble tequila y pide otra ronda: “Voy a contarte una historia”, me dice.

El ágrafo

Epigmenio Ibarra, un periodista mexicano que cubrió la guerra salvadoreña para el Canal 13 de su país, y que terminó enredándose con la guerrilla, andaba de frilans haciendo reportajes y vendiéndolos a quien se dejara. Al reencontrarse al Maravilla en México lo invitó a que trabajaran juntos.

Consiguieron una asignación en Paris. Allá estaban cuando reventó la guerra en Yugoslavia, y no vacilaron en tomar el primer vuelo a Belgrado. Se internaron entre las líneas de fuego y lograron imágenes inéditas en Occidente. La BBC y CNN pagaron un pequeño capital por esas tomas. Epigmenio reportaba la evolución de la batalla para El Nacional y le pidió a Maravilla que hiciera lo mismo para La Jornada.

Maravilla se negó. Lo suyo ha sido siempre la cámara, contar el cuento pero en imágenes. Él jura que nunca ha podido redactar ni siquiera medianamente bien un telegrama. Epigmenio porfió en vano, hasta que se cansó de rogarlo, como en la ranchera, le metió whisky hasta por las orejas y le ordenó: “¡Ahora escribe, carajo!”.

Atarantado pero también envalentonado por el whisky, el ágrafo comenzó a teclear. A partir de las medias de seda negra muy demodé que usan las yugoslavas, tan guapas y occidentales ellas detrás de la cortina de hierro y en medio del estallido, describió desde la cotidianeidad la atmósfera de guerra y la historia del muy particular socialismo edificado por el mariscal Tito. Las crónicas de Maravilla hicieron época.

De nuevo en México, el director de La Jornada, Carlos Payán, todo un mito del periodismo azteca, quiere conocer al tipo que enfundó en medias de seda negra la tragedia yugoeslava. “Ustedes ya me demostraron que saben consignar la guerra”, dice Payán, “quiero ver qué saben hacer con la paz”. Y los invita a Oaxaca, a la casa de Francisco Toledo, un indígena zapoteco que está entre los mejores y más cotizados artistas plásticos del mundo.

Entre trago y trago, Maravilla cuenta algunas de sus historias de amor y de guerra. El pintor se conmueve hasta las lágrimas y le regala un óleo cuya venta, supongo, podría permitirme pasármela en caviar y champán durante cinco años en el Konditori… Y ahí, en el jardín de Toledo, Epigmenio, Maravilla y Payán inventan Argos, la empresa que habría de marcar un hito en la televisión mexicana.

Caracas y Londres

A mediados de los setenta, en Caracas, Maravilla se llamaba Hernán Vera. Estudiaba cine y militaba en la izquierda entre radical y festiva del Movimiento al Socialismo, cuya voz emblemática era la del dramaturgo Ignacio Cabrujas.

Por ese tiempo Duglas Bravo, un guerrillero venezolano que le gritó imbécil a Fidel Castro en sus propias barbas, organizó en su campamento un encuentro entre jefes revolucionarios latinoamericanos distanciados de la línea cubana. Hernán Vera fue a filmar para la historia ese cónclave clandestino.

En un receso, Duglas le pidió que registrara con particular atención las intervenciones del delegado salvadoreño. El fulano era un muchacho flaco y lampiño que se llamaba René Cruz, o Chon, o Atilio y también (pero esto lo ignoraban todos) Joaquín Villalobos. “Ese tipo es un genio” le dijo Duglas Bravo. “Ese tipo es una obsesión de poder enlatada al alto vacío”, pensó Hernán Vera.

Meses después, Hernán Vera se fue a Londres a seguir estudiando cine, dejaba atrás un amistad que casi era un amor: María Auxiliadora Barrios. En Londres se pasó cuatro años entre la escuela y la cama de Vanessa Redgrave, la bella actriz que protagonizó junto a Jane Fonda aquel bellísimo film titulado Julia.

La película

Cuando salió de la neblina londinense, Hernán Vera soñaba con entrar cámara en mano al fuego insurgente de Caracas. Solo que para entonces Duglas Bravo andaba a salto de mata y la mayoría de sus compañeros estaban muertos o presos.

Pero los sandinistas toman el poder en Nicaragua y Hernán Vera piensa que es allá donde está la película. Con otros dos periodistas se va a Nueva York a comprar el equipo cinematográfico necesario. En la gran manzana compran, se divierten como enanos y, además, adquieren un auto grande y cómodo para hacer la Panamericana hasta Managua.

Tequila, marihuana y hongos en México. Ron, marihuana y lo que queda de hongos en Guatemala. En El Salvador ron y… bueno, buscando algo de marihuana andaba Hernán Vera cuando se le ocurre entrar al baño de hotel Alameda de San Salvador. Ahí esta orinando cuando de pronto, al dar la vuelta, viene a darse de frente con Raúl Uzcátegui, el Negro Grandes Ligas. “¡Coño!”, grita Hernán Vera, “¡pero si tú estás preso en Caracas, negro!”.

El Negro, un viejo guerrillero de la columna de Duglas Bravo, había sido capturado y confinado a una cárcel venezolana de máxima seguridad junto a otros de sus compañeros. Pero cavaron un túnel hacia una casa ubicada frente a la prisión. Y el Negro equivoca la ruta y sale a otra casa, a media noche, justo en la sala donde una anciana yoruba y por añadidura sacerdotisa del Palo Mayombe, convoca a Ochún y a Yemayá.

Y desde debajo de la tierra, junto a la mesa repleta de veladoras y de señoronas ansiosas de comunicarse con los espíritus, comienzan a escucharse ruidos y voces, señor, ¡y ya vienen los espírutus, Dios mío! Y la tierra se abre, te lo juro vale, y esto es el juicio final, ¡Virgen santísima, qué es esto! Y de la tierra emergen, polvorosos y más asustados que las asustadas señoronas, no los espíritus sino veinte guerrilleros en calzoncillos, ¡madre santa!

—Así es que aquí estoy, mientras se enfría un poco la cosa en Caracas… ¿Y tú que coñuemadres haces aquí Hernán?

Al Negro le brillan los ojos cuando escucha lo de las cámaras y lo del auto grande y cómodo.

—¿Filmar en Managua, Hernán? La película está aquí. Allá la guerra se terminó, pero aquí recién empieza. Estoy metido en esto y tú me tienes que ayudar, coño.

El Negro había sido enviado por Duglas Bravo para echarle una mano al ERP salvadoreño, cuyo comandante no era otro que Joaquín Villalobos.

Otras guerras

Uno de los hombres más ricos del mundo, el mexicano Emilio Azcárraga, ha perdido el sueño. Durante años ha sido el rey de la televisión latinoamericana, sobre todo por las telenovelas que produce. Pero Salinas Pliego ha comprado TV 13, el canal estatal, lo ha convertido en TV Azteca y parece haberle declarado la guerra a Televisa.

El asunto no es para morirse, porque mientras Televisa maneja raitins de 40 puntos o mas, TV Azteca ni sueña con pasar a los dos dígitos. Y, sin embargo, Azcárraga desconfía. Por algo le llaman el Tigre.

Epigmenio y Maravilla se entrevistan con Salinas Pliego y le proponen encargarse del noticiero de TV Azteca. El hombre sabe que son tipos talentosos, pero dice que no: “Lo que quieran, pero el noticiero jamás”.

Maravilla y Epigmenio hacen otros trabajos y con el ingreso de Carlos Payán al equipo fundan Argos, un proyecto más bien periodístico. A finales de diciembre de 1993 reciben un supertip: “Vénganse a Chiapas con todo y cámaras. El reventón del año nuevo será histórico”. Y en Chiapas explota, la medianoche del 31 de diciembre, la insurrección zapatista. La única cámara profesional en la batalla es la de Argos, y es la primera que registra la imagen del misterioso encapuchado de ojos azules que comanda el alzamiento indígena. Y la primera entrevista que concede el subcomandante Marcos, en lo profundo de la selva Lacandona, la realizan Epigmenio y Maravilla. El reportaje conmueve a México y al mundo, pero sobre todo a Salinas Pliego, quien reitera la oferta de trabajo y pregunta:

—¿Qué me proponen?

—El noticiero.

—No. Eso no.

Otro truene con TV Azteca y vuelta al frilanceo. Al tiempo otra llamada de Salinas Pliego. El canal cumple su primer año en el aire y necesita un programa especial: “Quiero algo fuera de serie y solo ustedes pueden hacerlo”. Y el programa me sale de maravilla.

—Y ahora qué? —dice Salinas Pliego— ¿se quedan a trabajar conmigo, qué hacemos?

—El noticiero.

—No.

Pero ahora el hombre explica sus razones: “Sé que nadie puede hacerlo mejor. Pero ideológicamente ustedes son mis adversarios. El noticiero es mi línea editorial, ¿cómo voy a ponerlo en sus manos? Un día les pediré que digan que esa pared blanca es negra… ¿Me harían ese pequeño favor?”

Argos entonces propone un programa semanal: Cámara y delito, periodismo de nota roja pero de finísima factura. El proyecto es un éxito y permite que, por primera vez y sostenidamente, TV Azteca alcance los dos dígitos de raiting.

—¿Ahora qué? —vuelve a preguntar Salinas Pliego después de un año.

Un viejo amor

Solo hay una cosa que un intelectual latinoamericano de izquierda odia más que la bandera gringa: las telenovelas. Pero una telenovela sobre política y narcotráfico ya es otra cosa, piensa Epigmenio, admite Payán, corrobora Maravilla… Pero ¿tú tienes idea de cómo carajos se hace una telenovela?

La cosa es que Argos se comprometió con Salinas Pliego a entregar para ya el primer tratamiento del guión. Y le dan vueltas y revueltas al asunto y llega la medianoche y nada. La madrugada, el mediodía y otra vez la noche y la madrugada y nada. Entonces Maravilla que siempre tiene mil recursos debajo de la manga, grita ¡ya lo tengo! Epigmenio y Payán se vuelven y le clavan los ojos suplicantes…

—Coño, no —se disculpa Maravilla en un hilo de voz y mostrando un papelito arrugado—, me refiero al teléfono de una amiga venezolana a la que no veo desde hace 15 años.

Es María Auxiliadora Barrios, aquella amistad fue casi un amor. Maravilla no sabe por qué tiene el impulso de llamarle justo en ese momento. Pero María Auxiliadora le ha pedido a su secretaria que no le pase llamadas ni así sean del Santo Papa. Pero Maravilla insiste: “Dígale que le habla Hernán Vera”, y la jeva viene al teléfono y como estás, Hernán, hermanito del alma, coñuemadre, amor, canalla ¿dónde andas, vale?

La conversación se prolonga. Payán y Epigmenio apremian a Maravilla: la cuenta telefónica, el guión, ¿ya córtale, no? Maravilla se hace el suizo y continua oyendo a la jeva. Que dice que Elvita se caso y se descaso, ¿y te acuerdas del Catire?, lo mataron, el Cholo esta preso, ¿política? No, vale, cocaína, Coco muy bien y candela preciosa y… ¡bajen las cenitales, coño!…pues sí, Hernán, fíjate que Pancho… ¡Los cenitales, carajo, y cierren el encuadre, eso no sirve, ya les dije que todo capítulo termina en balazo o en besito, coño… disculpa, Hernán, qué te decía…

—Espera, chica, ¿qué besos y balazos son esos?

—Una tiene que ganarse la vida, Hernán. Es mi trabajo. Hago telenovelas, ¿sabes? Tengo 10 años en este negocio?

—Chica —dice Maravilla—, si te pongo un pasaje ahora mismo, ¿tú podrías venirte a México mañana? Es cosa de vida o muerte, jeba.

Cabrujas

—No —dice María Auxiliadora después de hojear el argumento—, eso no es una telenovela. Pero conozco al único que puede convertir esta historia en la mejor telenovela jamás filmada: José Ignacio Cabrujas. El genio es él, yo solo soy su asistente.

El mismo José Ignacio Cabrujas que era la voz del movimiento político en el que Maravilla había militado en Venezuela.

—¿José Ignacio escribe telenovelas?

—Es el mejor. Pero el exceso de trabajo y de whisky lo tiene un poco mal del corazón. Ya no escribe los guiones. Solo asesora y supervisa. Cuando en Chile o en Perú o en Colombia se les cae una telenovela, lo llaman para que corrija la historia sobre la marcha. El tipo levanta raiting de lo que toca. Y cobra una fortuna por cada punto de raiting ganado.

—Llámalo —dice Epigmenio.

—No viene. Ahora esta en Colombia levantando una telenovela. Pero quizás si lo llama Hernán…

En general, los venezolanos admiraban a sus compatriotas que en los ochenta combatían al lado de los revolucionarios nicaragüenses o salvadoreños. Eran una prolongación del sueño bolivariano. En particular, los viejos cuadros de la izquierda, entre ellos José Ignacio Cabrujas, se sentían reivindicados por esos bravos internacionalistas.

¿Cómo negarle un favor a Maravilla, hijo del gran Simón, emulo del Ché?

—Hay mil razones por las que no puedo- responde José Ignacio desde Bogotá. Pero tratándose de ti voy, Hernán, pero solo tres días. Les doy un taller intensivo y me regreso.

La fórmula

—Es el mejor argumento que he leído en mi vida —confiesa Cabrujas—, pero ¿dónde esta la historia de amor? Si no hay historia de amor no hay telenovela. Ahora bien , ustedes me invitaron a darles un taller. Olvídenlo. Ahora yo los invito a recuperar la telenovela como genero, a dignificarla. Comencemos a trabajar este argumento.

Y de su maletín saca un libraco bastante maltrecho, casi despastado, es El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas.

—Quien no haya leído este libro tampoco tiene nada que hacer aquí —agrega—. En esta novela está la fórmula precisa. Primer tercio: el caballero es agraviado; segundo tercio: va a la cárcel y encuentra un tesoro; tercer tercio: la venganza. Eso es todo. Lo demás es pura artesanía. Ahora escribamos el primer capitulo.

Si, pero…

En cosa de horas lo termina, diseña las grandes líneas de la historia y suelta la mala noticia:

—Mi mujer y yo estamos separados. Pero no puedo vivir sin ella. Ahora está en su casa de Isla Margarita con mi hijo. Voy para allá a tratar de convencerla para que se venga conmigo. En el avión escribo el segundo capitulo y se los mando por correo electrónico. Si ella acepta seguimos trabajando. Si no, ahí les dejo la cosa bastante avanzada.

La cosa es cruzar los dedos y rogarle a la santísima virgen que al agravio de la separación le siga el encuentro del tesoro. Y que el tercer acto, el de la venganza, no sea otra cosa que una segunda luna de miel en una bellísima casa solariega de Cuernavaca, que ya María Auxiliadora esta condicionando.

Y llega el segundo capítulo y hay que seguir con las rogativas. Y suena el teléfono y dice José Ignacio que sí, nos vemos pasado mañana. Y en Argos hay fiesta y algarabía y vivas a la virgen. Y en eso entra María Auxiliadora Barrios bañada en lagrimas y dice entre sollozos que se murió José Ignacio, vale.

Del rosa al negro

Junto a la alberca de su casa en Isla Margarita, Isabel dice por fin que sí. José Ignacio con los ojos velados por las lágrimas le da un beso, enciende un cohiba, se sirve un whisky y hace una llamada telefónica a México. Todo esta bien. Sonríe. La vita e bela. Hace un poco de calor.

Vuelve a besar a Isabel.

—Voy a nadar —dice.

—Ahorita te alcanzo —dice Isabel.

José Ignacio se lanza a la alberca y su corazón se detiene para siempre.

El último tequila

El escritor colombiano Alberto Barrera termina el guión de la telenovela, que resulta un superhit. Televisa ha perdido el liderazgo por primera vez. Las telenovelas ya no volverán a ser lo mismo. Argos produce otras telenovelas (Nada personal, Demasiado corazón, Mirada de Mujer, La vida en el espejo) y el raiting sigue subiendo.

Una ronda mas de tequila.

—Coño, yo soy un comunicador. Eso es lo mío. Yo no hago cine experimental para que lo vean solo los amigos.

—No —le digo— te mueves en la cárcel del formato comercial. Modificas, cortas o prolongas tu historia según el reporte de raiting.

—Sí. Lo hago. Te respondo con un santo de tu devoción, Cortázar: Un puente es siempre un hombre cruzando un puente. Si no solo es un montón de piedras sobre el río… Televisión es gente viendo televisión.

¿Sabes?, mi primer acto político después de la guerra fue aquella primera telenovela–, concluye Maravilla.

—También es tu venganza —le digo.

—¿Y sabes cuál fue el agravio?

—No lo sé, Maravilla.

—¿Y sabes cuál fue la cárcel y cuál el tesoro?

—No.

—Sí lo sabes —dice. Piénsalo un poco… ¿Otro tequila?

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