Las culturas y la globalización

Las culturas y la globalización
Mario Vargas Llosa
16 ABR 2000

Uno de los argumentos más frecuentes contra la globalización se lo escuchó en los alborotos contestatarios de Seattle, Davos y Bangkok es el siguiente:La desaparición de las fronteras nacionales y el establecimiento de un mundo interconectado por los mercados internacionales infligirá un golpe de muerte a las culturas regionales y nacionales, a las tradiciones, costumbres, mitologías y patrones de comportamiento que determinan la identidad cultural de cada comunidad o país.

Incapaces de resistir la invasión de productos culturales de los países desarrollados o, mejor dicho, del superpoder, los Estados Unidos, que, inevitablemente, acompañan como una estela a las grandes trasnacionales, la cultura norteamericana (algunos arrogantes la llaman la “subcultura”) terminará por imponerse, uniformizando al mundo entero, y aniquilando la rica floración de diversas culturas que todavía ostenta. De este modo, todos los demás pueblos, y no sólo los pequeños y débiles, perderán su identidad vale decir, su alma y pasarán a ser los colonizados del siglo XXI, epígonos, zombies o caricaturas modelados según los patrones culturales del nuevo imperialismo, que, además de reinar sobre el planeta gracias a sus capitales, técnicas, poderío militar y conocimientos científicos, impondrá a los demás su lengua, sus maneras de pensar, de creer, de divertirse y de soñar.

Esta pesadilla o utopía negativa, de un mundo que, en razón de la globalización, habrá perdido su diversidad lingüística y cultural y sido igualado culturalmente por los Estados Unidos, no es, como algunos creen, patrimonio exclusivo de minorías políticas de extrema izquierda, nostálgicas del marxismo, del maoísmo y del guevarismo tercermundista, un delirio de persecución atizado por el odio y el rencor hacia el gigante norteamericano. Se manifiesta también en países desarrollados y de alta cultura, y la comparten sectores políticos de izquierda, de centro y de derecha. El caso tal vez más notorio sea el de Francia, donde periódicamente se realizan campañas por los gobiernos, de diverso signo ideológico, en defensa de la “identidad cultural” francesa, supuestamente amenazada por la globalización. Un vasto abanico de intelectuales y políticos se alarman con la posibilidad de que la tierra que produjo a Montaigne, Descartes, Racine, Baudelaire, fue árbitro de la moda en el vestir, en el pensar, en el pintar, en el comer y en todos los dominios del espíritu, pueda ser invadida por los McDonald’s, los Pizza Huts, los Kectucky Fried Chicken, el rock y el rap, las películas de Hollywood, los blue jeans, los sneakers y los polo shirts. Este temor ha hecho, por ejemplo, que en Francia se subsidie masivamente a la industria cinematográfica local y que haya frecuentes campañas exigiendo un sistema de cuotas que obligue a los cines a exhibir un determinado número de películas nacionales y a limitar el de las películas importadas de los Estados Unidos. Asimismo, ésta es la razón por la que se han dictado severas disposiciones municipales (aunque, a juzgar por lo que ve el transeúnte por las calles de París, no son muy respetadas) penalizando con severas multas los anuncios publicitarios que desnacionalicen con anglicismos la lengua de Molière. Y no olvidemos que José Bové, el granjero convertido en cruzado contra la malbouffe (el mal comer), que destruyó un McDonald’s, se ha convertido poco menos que en un héroe popular en Francia.

Aunque creo que el argumento cultural contra la globalización no es aceptable, conviene reconocer que, en el fondo de él yace una verdad incuestionable. El mundo en el que vamos a vivir en el siglo que comienza va a ser mucho menos pintoresco, impregnado de menos color local, que el que dejamos atrás. Fiestas, vestidos, costumbres, ceremonias, ritos y creencias que en el pasado dieron a la humanidad su frondosa variedad folclórica y etnológica van desapareciendo, o confinándose en sectores muy minoritarios, en tanto que el grueso de la sociedad los abandona y adopta otros, más adecuados a la realidad de nuestro tiempo. Éste es un proceso que experimentan, unos más rápido, otros más despacio, todos los países de la Tierra. Pero, no por obra de la globalización, sino de la modernización, de la que aquélla es efecto, no causa. Se puede lamentar, desde luego, que esto ocurra, y sentir nostalgia por el eclipse de formas de vida del pasado que, sobre todo vistas desde la cómoda perspectiva del presente, nos parecen llenas de gracia, originalidad y color. Lo que no creo que se pueda es evitarlo. Ni siquiera los países como Cuba o Corea del Norte, que, temerosos de que la apertura destruya los regímenes totalitarios que los gobiernan, se cierran sobre sí mismos y oponen toda clase de censuras y prohibiciones a la modernidad, consiguen impedir que ésta vaya infiltrándose en ellos y socave poco a poco su llamada “identidad cultural”. En teoría, sí, tal vez, un país podría conservarla, a condición de que, como ocurre con ciertas remotas tribus del África o la Amazonía, decida vivir en un aislamiento total, cortando toda forma de intercambio con el resto de las naciones y practicando la autosuficiencia. La identidad cultural así conservada retrocedería a esa sociedad a los niveles de vida del hombre prehistórico.

Es verdad, la modernización hace desaparecer muchas formas de vida tradicionales, pero, al mismo tiempo, abre oportunidades y constituye, a grandes rasgos, un gran paso adelante para el conjunto de la sociedad. Es por eso que, en contra a veces de lo que sus dirigentes o intelectuales tradicionalistas quisieran, los pueblos, cuando pueden elegir libremente, optan por ella, sin la menor ambigüedad.

En verdad, el alegato a favor de la “identidad cultural” en contra de la globalización, delata una concepción inmovilista de la cultura que no tiene el menor fundamento histórico. ¿Qué culturas se han mantenido idénticas a sí mismas a lo largo del tiempo? Para dar con ellas hay que ir a buscarlas entre las pequeñas comunidades primitivas mágico-religiosas, de seres que viven en cavernas, adoran al trueno y a la fiera, y, debido a su primitivismo, son cada vez más vulnerables a la explotación y el exterminio. Todas las otras, sobre todo las que tienen derecho a ser llamadas modernas es decir, vivas, han ido evolucionando hasta ser un reflejo remoto de lo que fueron apenas dos o tres generaciones atrás. Ése es, precisamente, el caso de países como Francia, España e Inglaterra, donde, sólo en el último medio siglo, los cambios han sido tan profundos y espectaculares, que, hoy, un Proust, un García Lorca y una Virginia Woolf, apenas reconocerían las sociedades donde nacieron, y cuyas obras ayudaron tanto a renovar.

La noción de “identidad cultural” es peligrosa, porque, desde el punto de vista social representa un artificio de dudosa consistencia conceptual, y, desde el político, un peligro para la más preciosa conquista humana, que es la libertad. Desde luego, no niego que un conjunto de personas que hablan la misma lengua, han nacido y viven en el mismo territorio, afrontan los mismos problemas y practican la misma religión y las mismas costumbres, tenga características comunes. Pero ese denominador colectivo no puede definir cabalmente a cada una de ellas, aboliendo, o relegando a un segundo plano desdeñable, lo que cada miembro del grupo tiene de específico, la suma de atributos y rasgos particulares que lo diferencian de los otros. El concepto de identidad, cuando no se emplea en una escala exclusivamente individual y aspira a representar a un conglomerado, es reductor y deshumanizador, un pase mágico-ideológico de signo colectivista que abstrae todo lo que hay de original y creativo en el ser humano, aquello que no le ha sido impuesto por la herencia ni por el medio geográfico, ni por la presión social, sino que resulta de su capacidad para resistir esas influencias y contrarrestarlas con actos libres, de invención personal.

En verdad, la noción de identidad colectiva es una ficción ideológica, cimiento del nacionalismo, que, para muchos etnólogos y antropólogos, ni siquiera entre las comunidades más arcaicas representa una verdad. Pues, por importantes que para la defensa del grupo sean las costumbres y creencias practicadas en común, el margen de iniciativa y de creación entre sus miembros para emanciparse del conjunto es siempre grande y las diferencias individuales prevalecen sobre los rasgos colectivos cuando se examina a los individuos en sus propios términos y no como meros epifenómenos de la colectividad. Precisamente, una de las grandes ventajas de la globalización, es que ella extiende de manera radical las posibilidades de que cada ciudadano de este planeta interconectado la patria de todos construya su propia identidad cultural, de acuerdo a sus preferencias y motivaciones íntimas y mediante acciones voluntariamente decididas. Pues, ahora, ya no está obligado, como en el pasado y todavía en muchos lugares en el presente, a acatar la identidad que, recluyéndolo en un campo de concentración del que es imposible escapar, le imponen la lengua, la nación, la iglesia, las costumbres, etcétera, del medio en que nació. En este sentido, la globalización debe ser bienvenida porque amplía de manera notable el horizonte de la libertad individual.

El temor a la americanización del planeta tiene mucho más de paranoia ideológica que de realidad. No hay duda, claro está, de que, con la globalización, el impulso del idioma inglés, que ha pasado a ser, como el latín en la Edad Media, la lengua general de nuestro tiempo, proseguirá su marcha ascendente, pues ella es un instrumento indispensable de las comunicaciones y transacciones internacionales. ¿Significa esto que el desarrollo del inglés tendrá lugar en menoscabo de las otras grandes lenguas de cultura? En absoluto. La verdad es más bien la contraria. El desvanecimiento de las fronteras y la perspectiva de un mundo interdependiente se ha convertido en un incentivo para que las nuevas generaciones traten de aprender y asimilar otras culturas (que ahora podrán hacer suyas, si lo quieren), por afición, pero también por necesidad, pues hablar varias lenguas y moverse con desenvoltura en culturas diferentes es una credencial valiosísima para el éxito profesional en nuestro tiempo. Quisiera citar, como ejemplo de lo que digo, el caso del español. Hace medio siglo, los hispanohablantes éramos todavía una comunidad poco menos que encerrada en sí misma, que se proyectaba de manera muy limitada fuera de nuestros tradicionales confines lingüísticos. Hoy, en cambio, muestra una pujanza y un dinamismo crecientes, y tiende a ganar cabeceras de playa y a veces vastos asentamientos, en los cinco continentes. Que en Estados Unidos haya en la actualidad entre 25 y 30 millones de hispanohablantes, por ejemplo, explica que los dos candidatos, el gobernador Bush y el vicepresidente Gore, hagan sus campañas presidenciales no sólo en inglés, también en español.

¿Cuántos millones de jóvenes de ambos sexos, en todo el globo, se han puesto, gracias a los retos de la globalización, a aprender japonés, alemán, mandarín, cantonés, árabe, ruso o francés? Muchísimos, desde luego, y ésta es una tendencia de nuestra época que, afortunadamente, sólo puede incrementarse en los años venideros. Por eso, la mejor política para la defensa de la cultura y la lengua propias, es promoverlas a lo largo y a lo ancho del nuevo mundo en que vivimos, en vez de empeñarse en la ingenua pretensión de vacunarlas contra la amenaza del inglés. Quienes proponen este remedio, aunque hablen mucho de cultura, suelen ser gentes incultas, que disfrazan su verdadera vocación: el nacionalismo. Y si hay algo reñido con la cultura, que es siempre de propensión universal, es esa visión parroquiana, excluyente y confusa que la perspectiva nacionalista imprime a la vida cultural. La más admirable lección que las culturas nos imparten es hacernos saber que ellas no necesitan ser protegidas por burócratas, ni comisarios, ni confinadas dentro de barrotes, ni aisladas por aduanas, para mantenerse vivas y lozanas, porque ello, más bien, las folcloriza y las marchita. Las culturas necesitan vivir en libertad, expuestas al cotejo continuo con culturas diferentes, gracias a lo cual se renuevan y enriquecen, y evolucionan y adaptan a la fluencia continua de la vida. En la antigüedad, el latín no mató al griego, por el contrario la originalidad artística y la profundidad intelectual de la cultura helénica impregnaron de manera indeleble la civilización romana y, a través de ella, los poemas de Homero, y la filosofía de Platón y Aristóteles, llegaron al mundo entero. La globalización no va a desaparecer a las culturas locales; todo lo que haya en ellas de valioso y digno de sobrevivir encontrará en el marco de la apertura mundial un terreno propicio para germinar.

En un célebre ensayo, Notas para la definición de la cultura, T. S. Eliot predijo que la humanidad del futuro vería un renacimiento de las culturas locales y regionales, y su profecía pareció entonces bastante aventurada. Sin embargo, la globalización probablemente la convierta en una realidad del siglo XXI, y hay que alegrarse de ello. Un renacimiento de las pequeñas culturas locales devolverá a la humanidad esa rica multiplicidad de comportamientos y expresiones, que es algo que suele olvidarse o, más bien, que se evita recordar por las graves connotaciones morales que tiene a partir de fines del siglo XVIII y, sobre todo, en el XIX, el Estado-nación aniquiló, y a veces en el sentido no metafórico sino literal de la palabra, para crear las llamadas identidades culturales nacionales. Éstas se forjaron a sangre y fuego muchas veces, prohibiendo la enseñanza y las publicaciones de idiomas vernáculos, o la práctica de religiones y costumbres que disentían de las proclamadas como idóneas para la Nación, de modo que, en la gran mayoría de países del mundo, el Estado-nación consistió en una forzada imposición de una cultura dominante sobre otras, más débiles o minoritarias, que fueron reprimidas y abolidas de la vida oficial. Pero, contrariamente a lo que piensan esos temerosos de la globalización, no es tan fácil borrar del mapa a las culturas, por pequeñas que sean, si tienen detrás de ellas una rica tradición que las respalde, y un pueblo que, aunque sea en secreto, las practique. Y lo vamos viendo, en estos días, en que, gracias al debilitamiento de la rigidez que caracterizaba al Estado-nación, las olvidadas, marginadas o silenciadas culturas locales, comienzan a renacer y dar señales de una vida a veces muy dinámica, en el gran concierto de este planeta globalizado.

Está ocurriendo en Europa, por doquier. Y quizás valga la pena subrayar el caso de España, por el vigor que tiene en él este renacer de las culturas regionales. Durante los cuarenta años de la dictadura de Franco, ellas estuvieron reprimidas y casi sin oportunidades para expresarse, condenadas poco menos que a la clandestinidad. Pero, con la democracia, la libertad llegó también para el libre desarrollo de la rica diversidad cultural española, y, en el régimen de las autonomías imperante, ellas han tenido un extraordinario auge, en Cataluña, en Galicia, en el País Vasco, principalmente, pero, también, en el resto del país. Desde luego, no hay que confundir este renacimiento cultural regional, positivo y enriquecedor, con el fenómeno del nacionalismo, fuente de problemas y una seria amenaza para la cultura de la libertad.

La globalización plantea muchos retos, de índole política, jurídica, administrativa, sin duda. Y ella, si no viene acompañada de la mundialización y profundización de la democracia la legalidad y la libertad, puede traer también serios perjuicios, facilitando, por ejemplo, la internacionalización del terrorismo y de los sindicatos del crimen. Pero, comparados a los beneficios y oportunidades que ella trae, sobre todo para las sociedades pobres y atrasadas que requieren quemar etapas a fin de alcanzar niveles de vida dignos para los pueblos, aquellos retos, en vez de desalentarnos, deberían animarnos a enfrentarlos con entusiasmo e imaginación. Y con el convencimiento de que nunca antes, en la larga historia de la civilización humana, hemos tenido tantos recursos intelectuales, científicos y económicos como ahora para luchar contra los males atávicos: el hambre, la guerra, los prejuicios y la opresión.

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