La dimensión colonial de la Modernidad.Un ensayo sobre el caso del sikhismo

La dimensión colonial de la Modernidad.Un ensayo sobre el caso del sikhismo

La dimensión colonial de la Modernidad. Un ensayo sobre el caso del sikhismo Agustín Pániker © Journal of Transpersonal Research, 2011, Vol. 3, 2-10 ISSN: 1989-6077 JTR – 2

Agustín Pániker*

Editorial Kairós
Barcelona, Spain

Resumen
En este artículo se examina cómo la Modernidad, a través de la empresa colonial, ha reconfigurado y hasta ha llegado a crear la mayoría de religiones del mundo. Al contrario de lo que suele pensarse, la Modernidad no se opone a la religiosidad, sino que en buena medida ha delimitado y configurado las religiones del mundo no-abrahámico. Lo estudiaremos con el caso del sikhismo, una religión del Norte de la India que ha sido definida y fuertemente ecualizada a lo largo de los últimos 200 años. Asimismo, comprobaremos como, en esa relación y dialéctica, el mundo no-occidental ha contribuido a dar forma a esa episteme que llamamos “Modernidad”.

Palabras clave: Modernidad, Sikhismo, Colonialismo, Religión, India

Abstract

This article examines how Modernity, through the colonial enterprise, has reconfigured and even created most of the World Religions. Contrary to common belief, Modernity is not opposed to religion, but has largely defined and shaped the religions of the non-Abrahamic World. We will study the case of Sikhism, a religion of northern India, which has been defined and strongly equalized throughout the past 200 years. We will also see how, in that relationship and dialectics, the non-Western world has helped to shape this ―episteme‖ we call ―Modernity.
[El tema de este artículo fue expuesto en una ponencia en el Vº Parlamento Catalán de las Religiones. Perpignan: Junio, 2011]

Aseverar que lo transpersonal está íntimamente ligado a las tradiciones espirituales y religiosas del mundo puede parecer un truismo, una obviedad. Desde que se acuñara el término, a finales de los 1960s, lo transpersonal resulta asimismo impensable sin un mínimo conocimiento de las religiones del mundo. Las referencias a las múltiples formas de meditación budista, a los yogas hindúes, a la filosofía Vedânta, a las técnicas chamánicas de diversas religiones primales, a la mística cristiana, sufí o judía, etcétera, son continuas. Lo transpersonal tiene que ver con la religiosidad y la espiritualidad. Sucede que, desde mi óptica, conceptos como los de ―religión, ―espiritualidad, ―meditación, ―mística… son cromáticos y problemáticos.

En talante terapéutico, les propongo en este breve artículo un pequeño ejercicio hermenéutico. Consiste en profundizar en la tríada Modernidad-colonialismo-religión; en concreto, en la forma cómo la Modernidad (y su lado oscuro: el colonialismo) ha reconfigurado y hasta me atrevería a proponer –en favor de una sana polémica– que ha creado la mayoría de religiones del mundo.

Con este talante, me sitúo del lado del intelectual inquieto que, más que determinar la naturaleza de las cosas, interroga lo que está aceptado y parece evidente. Para el mundo de lo transpersonal, pienso que la periódica revisión de una categoría como la de religión es un ejercicio saludable y creo que necesario. Para la tarea nos serviremos de la religión sikh o sikhismo.

Modernidades

Indaguemos, en primer lugar, en el concepto Modernidad; un término complejo, cromático y contradictorio (Giddens, 1991); un concepto que estimo sano y necesario problematizar.

En un sentido restringido, la Modernidad remite a un período histórico. Pero hay poco consenso respecto a su inicio. Para algunos comienza con la era colonial, en 1492 (Dussel, 1994). Para muchos está íntimamente ligado a la Reforma (siglo XVI). Incluso se ha propuesto que se origina antes, con los trovadores provenzales de la Baja Edad Media. En cualquier caso, esta fase histórica proseguiría con la Ilustración y tendría su expresión más elocuente en la Revolución Francesa.
De ahí la propensión a considerar a Occidente como el lugar natural de la Modernidad. A lo largo de los siglos XIX y XX la Modernidad quedó definitivamente homologada a lo progresista y lo desarrollado, siempre en contraposición a lo tradicional y lo atrasado. Algunos sostienen que todavía nos encontramos en este período.

Otros hablan de postmodernidad, también de transmodernidad (Dussel, 2004) y hasta de ultramodernidad (Willaime, 2011). Al final, sospecho que estas afirmaciones históricas revelan más acerca de quien las enuncia que no sobre la configuración de nuestra sociedad.

Por otro lado, la Modernidad también remite a un imaginario. Un imaginario en el que se suele incluir al racionalismo, los derechos humanos, el igualitarismo, la libertad, la democracia, el desarrollo científico y tecnológico, el laicismo, el Estado-nación, etcétera. Por tanto, encontraremos distintas versiones de la Modernidad, tantas como imaginarios o puntos de mira adoptemos. De ahí que tenga tanto sentido hablar de las Modernidades, en plural.

Al mismo tiempo, hay tendencia a asociar la Modernidad a un proceso. Un proceso político, económico, social e ideológico que tiene su eje en la implantación y desarrollo del capitalismo, la industrialización, los sistemas políticos democráticos, el secularismo, la configuración del Estado-nación, el desarrollo de la ciencia y la tecnología, etcétera.

De donde surge cierta tendencia a confundir algún imaginario de la Modernidad con el proceso de modernización.

Finalmente, la Modernidad se constituye como una ideología, o como diversas ideologías, pero que tienen en común una hipertrofia de los imaginarios y fuerzas de la Modernidad. En este sentido, la Modernidad puede concebirse perfectamente como el conjunto de narrativas que tomaron como forma la mission civilisatrice y similares. De ahí que sea inseparable del colonialismo, el nacionalismo, la globalización o el racialismo. Se trata de una ideología que puebla eurocéntricamente actitudes y pensamientos.
Para muchos pueblos –sobre todo los de pequeña escala– la Modernidad llegó en el mismo paquete que la explotación y el genocidio. En muchos casos, ha sido como la sombra o el lado oscuro del igualitarismo, la libertad o la democracia. Por eso, intermitentemente, ha generado diferentes críticas –o autocríticas–, tanto en Occidente (Touraine, 1992) como en las ex colonias (Appadurai, 1996; Chakrabarty, 2002).

Desde mi punto de vista, estimo terapéutico y sano revisar los imaginarios y las ideologías de la Modernidad. Operar cierta descolonización de clichés, prejuicios y binarismos (Pániker, 2005). Ni la Modernidad conforma esa descomunal ruptura con el pasado como ella necesita aparentar, ni se opone tan frontalmente a la tradición o a la religión como muchos de los popes –de la Modernidad o de la religión– defienden.

Modernidades no-occidentales

Me interesa subrayar en particular el papel del colonialismo y de las sociedades colonizadas en la construcción de estos vectores que constituyen lo que llamamos Modernidad (Dube et al., 2004). La India nos servirá.
Mi propósito pasa por cuestionar la centralidad que se otorga a Europa en la construcción y desarrollo de la Modernidad. Poner patas arriba la absurda –pero muy extendida– manía de otorgar a Europa el copyright de la Modernidad. Y problematizar la idea de considerar al cristianismo como única religión compatible con la Modernidad (Gauchet, 1985).

Aunque es evidente que los imaginarios y las ideologías de la Modernidad se han preparado, ensamblado y cocinado en gran medida en los hornos de Occidente, no suscribo la idea de que sea un proceso inherentemente occidental, aposentado exclusivamente en sus raíces culturales, religiosas o raciales. Ni comparto la extendida noción de que sea un paradigma en oposición al espíritu de la religión.

Sin ir más lejos, la muy oriental India es un espacio históricamente mucho más impregnado de las fuerzas y los valores que asociamos a la Modernidad, que un país extremo-occidental como España. Obviamente, al haber sido colonizada por una potencia europea, la India aprendió y heredó muchos de los principios modernistas del Reino Unido, fuera su sistema judicial, sus protocolos políticos o sus instituciones universitarias. Pero yo reivindico que la India posee sus versiones ―indígenas de Modernidad. Unas formas y valores que fueron los que precisamente permitieron la reinscripción e hibridación de las versiones occidentales de Modernidad. Si la India no tuviese sus tradiciones de racionalismo, de ciencia, de pluralismo religioso, de libertad o de diálogo filosófico, jamás podría haber tropicalizado los modos europeos de Modernidad. Y lo mismo cabe decir de muchos otros espacios del planeta que fueron colonizados. Valga el ejemplo del Parlamento de las religiones auspiciado por el emperador Akbar en su corte cercana a Agra, a principios del siglo XVII. En el mismo momento que en Roma se ejecutaba a Giordano Bruno por orden de la santa Inquisición, Akbar reunía a musulmanes sunnitas y chiítas, a hindúes shivaístas, vishnuístas y yoguis, a parsis, a jainistas, a judíos, a cristianos (concretamente jesuitas italianos y catalanes) e incluso a ateos para debatir acerca de religión y política, acerca de espiritualidad y práctica religiosa, filosofía y pluralismo religioso (Sen, 2005). Si hoy el país de la jerarquía institucionalizada (sociedad de castas) es al mismo tiempo la democracia más grande del mundo (aún a pesar de sus déficits y problemas de pobreza, corrupción o analfabetización), es porque los valores del igualitarismo, del diálogo o del pluralismo existían en la India mucho antes de la llegada de los europeos. Abandonemos de una vez la arrogante imagen de un Occidente que va a enseñar a los pueblos pre-modernos lo que es la libertad, la tolerancia o la democracia. No se trata de saber quién posee la paternidad de la episteme, sino de reconocer la imbricación de la relación colonial en la construcción de las Modernidades. Casi que la democracia le debe tanto al emperador indio Ashoka (siglo –III) como a Aristóteles y la antigua Grecia (Sen, 2005). La ciencia moderna es asimismo impensable sin el sistema decimal ni las matemáticas importadas de la India, vía el mundo islámico. El desarrollo del capitalismo es inconcebible sin el comercio en los puertos libres del Océano Índico (Frank, 1998). Incluso la medicina le debe más de lo que es capaz de aceptar a las tradiciones venidas de Asia o a los ―laboratorios y bancos de pruebas coloniales (Arnold, 1993). La globalización hace milenios que opera.

“Colonialidad”

No sólo la India y otras ―colonias han contribuido de forma más decisiva de lo que se reconoce a eso que llamamos Modernidad, sino que en Occidente ésta se ha imaginado en gran medida por oposición al otro colonizado (van der Veer, 2001). Occidente necesita de un otro ―pre-moderno, ―tradicionalista‖ o ―subdesarrollado para verse a sí mismo moderno y avanzado. No es que España, Portugal, Francia o el Reino Unido crearan imperios coloniales, más que los imperios crearon las nociones de Francia, Portugal, España o el Reino Unido.

La englishness solo tiene sentido si se sitúa en el contexto y el marco colonial indio (Viswanathan, 1998). La imagen de un Occidente racional, secularizado y amante de la libertad sólo puede postularse frente al estereotipo de un no-Occidente irracional, supersticioso y preso por el dogma o el despotismo (Said, 1978).

La declaración universal de derechos del ciudadano solo es posible tras las polémicas en Valladolid acerca de la naturaleza de los indios descubiertos en las Américas. El capitalismo y la revolución industrial son impensables sin la depredación colonial. Etcétera.

Ocurre que para capear la crasa contradicción de la explotación de sociedades, culturas y pueblos indígenas, los colonizadores inventan la misión civilisatrice, el desarrollismo o la diferencia racial. Generan fortísimas dicotomías del estilo Oriente/Occidente, tradición/Modernidad, Tercer Mundo/Primer Mundo, ario/semita, Razón/superstición o Progreso/atraso. Esas categorizaciones y diferencias sirven para justificar tanto la trata de esclavos, el genocidio de pueblos enteros, la explotación económica como el Holocausto.

La Modernidad, ese vago paradigma político, social, económico y cultural que todos habitamos, en la longue durée y en toda su amplitud, no es patrimonio de ninguna cultura, civilización o sociedad particular. La colonia no fue una mera extensión del mundo moderno, sino parte de lo que hizo ese mundo moderno (Comaroff y Comaroff, 1992).

Por tanto, y desde mi punto de vista, la experiencia colonial es un elemento crucial en la construcción de la Modernidad. Se entenderá que los sociólogos latinoamericanos hayan inventado el concepto ―colonialidad (Castro-Gómez et al., 1999; Lander, 2000) para explicar este complejísimo proceso. Y aún iría más lejos.

La construcción del sikhismo

Mi tesis es que a medida que nos alejamos del mundo monoteísta abrahámico, la Modernidad no sólo no se opone a las religiones, sino que, en cierto sentido, ha creado o configurado muy vigorosamente las religiones. No quiero alzar ninguna tesis absoluta al respecto, pero sí abrir cierta polémica y discusión. Se trata ahora de problematizar el concepto ―religión. Nos serviremos del sikhismo.

El sikhismo nació en los llanos del Punjab, en el Norte de la India, hace unos 500 años. Por tanto, es una tradición joven y, en cierto sentido, hija de las modalidades anglo-indias de Modernidad. Sin embargo, cuando afirmo que la Modernidad crea el sikhismo apunto hacia otro aspecto más profundo.

También la Modernidad crea el hinduismo (Sontheimer y Kulke, 1989), aún a pesar de la antigüedad de sus tradiciones; y también la Modernidad crea los contornos actuales del budismo, del cristianismo y del resto de ismos del mundo.

El período, los imaginarios, las ideologías y los procesos que llamamos Modernidad han reconstituido poderosamente las religiones del mundo. Y en algunos casos, como el que ahora vamos a tocar, existen fundadas razones para pensar que es la Modernidad la que ha dado luz al sikh-ismo.

En efecto, a lo largo de todo el siglo XIX, y en un proceso que se prolongó durante el XX y todavía sigue su curso, se pusieron en marcha una serie de desarrollos que alejaron irremisiblemente las tradiciones de los sikhs de la matriz hindú que las vio nacer (Oberoi, 1994).
Las agencias de reconstitución fueron una serie de grupos llamados reformistas, como los Nirankaris, los Namdharis y, sobre todo, el Singh-Sabha (fuera en su corriente radical Tat-Khalsa como en la conservadora Sanatani). Con el reto del proselitismo misionero cristiano y del neohinduismo en alza, y en el marco de la colonialidad (recordemos: Modernidad + colonialismo), la intelectualidad sikh promovió y dio contorno a una versión racional, desmitologizada, igualitaria, etnicizada, clericalizada y textualizada del sikhismo, una versión ecualizada según los principios de los más poderosos imaginarios e ideologías de la Modernidad. Veamos.

Desde mediados del siglo XIX se detecta en las tradiciones sikhs una creciente tendencia a eliminar y suprimir las jerarquías sociales, notablemente las de casta (Pániker, 2007). Al mismo tiempo, y en sintonía con otras tradiciones de la India, la intelectualidad sikh se esforzó en una labor de regeneración de la mujer sikh y leve supresión de las desigualdades de género (Jakobsh, 2003). Estos procesos, todavía en curso, enraízan en el corazón del imaginario de la Modernidad: el individualismo y el igualitarismo.

Uno de los aspectos más oscuros de la Modernidad ha sido su anclaje en una visión racialista de los pueblos y las sociedades. Aunque esta posición ha recedido desde la II Guerra Mundial –por políticamente incorrecta–, fue muy dominante durante la mayor parte del siglo XIX y principios del XX.

En la India, el racialismo se desarrolló al amparo del mito de la invasión aria (Trautmann, 1997). En la gradación de los pueblos de la India, los sikhs cayeron entre los nobles y marciales pueblos arios, por tanto, lejanamente emparentados con los amos coloniales. En este contexto, ganó muchos enteros el poderoso estereotipo del marcial, honesto y viril sikh (en oposición al hindú o musulmán).

Esta masculinización, racialización y marcialización del sikh enraíza asimismo en otro de los aspectos estelares de la Modernidad: la demarcación de fronteras religiosas (un poco, al estilo de las nacionales) y la cosificación de identidades etno-religiosas. Este aspecto, asimismo muy propio de los monoteísmos excluyentes (pues tienden a exigir una lealtad absoluta, ya que solo existe un único Dios y su Verdad), ha sido particularmente nocivo en el Sur de Asia, donde las fronteras religiosas tendían a ser porosas, flexibles y fluidas.
Los censos de la población, que el gobierno colonial llevaba a cabo decenalmente, no fueron ajenos a la cuestión (Cohn, 1987). Ahí cada súbdito debía mostrar su inequívoca afiliación a una única religión. En esa tesitura nacía en la segunda mitad del siglo XIX el mito del declive sikh (y su supuesto regreso al regazo hindú) que tanta ansiedad despertaría entre los dirigentes coloniales (que empezaban a depender de sus soldados sikhs) y entre la intelectualidad sikh, que se imponía la heroica misión de rescatar al sikhismo de la boa constrictor hindú.

Es comprensible, por tanto, que se promocionara el sikhismo de la Khalsa (la fraternidad militante creada en 1699 por el décimo Guru de los sikhs, de espíritu marcadamente marcial y combativo) como el genuino corazón del sikhismo. Los símbolos de la Khalsa (como las famosas cinco ks: el cabello sin cortar –de donde la barba y el turbante de muchos sikhs varones–, un peine que lo sujeta, un brazalete de acero, un calzón corto y una daga o espada) pasaron a considerarse como la mejor expresión de la ―sikh-idad.

Las autoridades coloniales sólo reclutaron en el ejército o la policía a aquellos ―genuinos sikhs que portaran los símbolos de la Khalsa, aquellos emblemas que los distinguían de los hindúes o musulmanes. Así, el propio aparato burocrático del Estado moderno fue en buena medida responsable de promover el sikhismo militante de la Khalsa. No extrañará, por tanto, que el factor nacionalista, otro de los distintivos aceptados de la Modernidad, entrara también a formar parte en la configuración del sikhismo. A partir del siglo XX se fue dando un creciente etno-nacionalismo sikh, íntimamente asociado a la cuestión identitaria. Un movimiento que en sus versiones más extremas, en la década de los 1980s y principios de los 1990s, puso al gobierno de Nueva Delhi en serios aprietos.
El etno-nacionalismo sikh (o mejor: el nacionalismo religioso sikh) constituye una expresión muy palpable –y moderna– de la cosificación de las identidades (Shani, 2008; Pániker, 2009). Aunque sin duda expresa sentimientos antiguos, se articula, toma forma y consistencia con la Modernidad. (Recordemos que los nacionalismos, como los fundamentalismos, son fenómenos estrictamente modernos y modernistas.) Otro de los factores de mayor peso a la hora de constituir el sikhismo ha sido el complejo proceso de racionalización de la religiosidad sikh, una purga que en muchos casos equivalió a una deshinduización de la misma (Oberoi, 1994; Pániker, 2007). Los reformadores sikhs se embarcaron en un arduo combate de rechazo de la religión popular, en especial de aquellos festivales más carnavalescos (como el Holi) o
demasiado asociados al universo hindú (como el Dashahara), lo mismo que a cultos sincréticos de carácter popular, como los de Gugga Pir o Sakhi Sarvar, las ofrendas a los fallecidos o el culto a los avatares y divinidades hindúes como Shitala, Ganesh, Durga o Lakshmi. Cantidad de aspectos de ese universo rural, impregnado de la baraka de santos sufíes o de la exuberancia de divinidades hindúes, fue desplazado al poco honorable reino de lo folclórico o de la superstición. Se fue ecualizando un sikhismo lo más desmitologizado posible y estrictamente monoteísta (en más sintonía con el Dios abrahámico, considerado por la intelectualidad de la época como más ―racional). Muchos esfuerzos se pusieron también en establecer formas de culto y, sobre todo, ritos de paso, de carácter ineludiblemente sikh. La reforma de los rituales de matrimonio (idénticos a los hindúes hasta la década de los 1860s) fue emblemática. Ya entrado el siglo xx muchísima energía se utilizó en que el sikhismo de la Khalsa tomara el pleno control de los templos (gurduaras) y, concatenadamente, creara una institución (el SGPC) que velara por su buen funcionamiento. De esta forma, una religión estrictamente laica fue poderosamente clericalizada.
En el espíritu de las reformas de racionalización y deshinduización, se dio una marcada textualización –o mejor, re-textualización– de la tradición, lo que equivalía a elevar el Guru Granth Sahib como única fuente escritural de autoridad (al modo del Corán o la Biblia) y defenestrar las corrientes textuales más ―hinduizadas o con proclividad a recurrir a la mitología hindú (como el Dasam Granth).

En esta misma línea, fue codificándose un código universal‖de conducta sikh (el Sikh Rahit Maryada, aceptado por las principales corrientes del sikhismo en 1950), una especie de catecismo sikh que ha hecho mucho por ecualizar las distintas sensibilidades del sikhismo, y muy en particular las de las importantes comunidades de la diáspora (McLeod, 1997).

Este complejísimo proceso de racionalización, nacionalización, democratización, etnicización, textualización o reificación (todos ellos vectores indiscutibles de eso que solemos llamar Modernidad) de lo que eran diferentes tradiciones de culto, sectarias, regionales, de casta, de linaje… o lo que es lo mismo, el proceso de creación e integración de la Modernidad en el Norte de la India durante los últimos 200 años, ha acabado por crear la religión sikh; eso que hoy llamamos sikhismo.

Religión y Modernidad
Obviamente, hay espacio para matices. En ningún momento insinúo que la fraternidad de la Khalsa o el Guru Granth Sahib (por poner dos ejemplos claros), no hubieran sido importantes para los sikhs antes del siglo XIX (Pániker, 2007). Lo que trato de decir es que fueron las categorías modernistas acerca de lo que las religiones son –o deberían de ser– las que filtraron y movilizaron diferentes procesos para acabar dando forma a una nueva religión. Desde luego, este proceso es siempre inacabado y defectuoso, ya que a medida que se reconfiguran la ortodoxia y las corrientes principales, eso mismo genera discrepancias, tensiones y nuevos vectores de modernización.

Pero a mi me parece importante subrayar que en aquellos espacios del mundo históricamente alejados del hemisferio donde el concepto religio nació y estuvo largamente incrustado, fue el encuentro con –y participación en– las categorías de la Modernidad las que acabaron por dar forma y contenido a las distintas religiones del mundo (Smith, 1991).

Yo mismo he escrito largamente sobre un proceso muy parejo a propósito de esa religión que hemos convenido en llamar hinduismo (nombre que, muy significativamente, nace en lengua inglesa en la década de los 1820s). Fue en la interacción colonial cuando se puso en marcha el fabuloso proceso de cosificación, semitización, racionalización, textualización, nacionalización y reforma que acabaría por dar forma a la religión hindú (Pániker, 2005).

Se trata de una interacción de las antiguas tradiciones de los hindúes con los imaginarios de la Modernidad, con la ideología de la Modernidad y con los procesos de modernización del Sur de Asia.

En cierto sentido, tanto Occidente como la India son colonizados por las categorías y desarrollos de la Modernidad (Pániker, 2005). No se trata de perversos blancos imponiendo categorías a indefensos morenos sin agencia. Nadie escapa a la expansión de estas cuadrículas mentales generadas en multitud de contextos y relaciones –bien que asimétricas–. Y una de las grandes manifestaciones de estos procesos es, a mi juicio, la creación de las religiones del mundo. ¡Ojo!: no insinúo que no existieran fenómenos religiosos antes de la Modernidad (falta por hallar todavía una sociedad sin lo que solemos designar ―religión).
La religiosidad es connatural al ser humano (Duch, 2010). Pero ya es mucho más problemático agrupar estos fenómenos transculturalmente bajo la etiqueta religión. Eso que hoy llamamos sikhismo o hinduismo –como la mayoría de ismos religiosos– no pasaba de ser un amorfo y amplísimo conjunto de tradiciones textuales, mitológicas, sectarias, rituales, cultuales, de casta, de región, de linaje, etcétera. Ningún vector –y menos aún texto, institución o dogma– apelmazaba ese conglomerado de prácticas, filosofías, grupos religiosos o tradiciones sectarias. En tono provocativo: habían hindúes pero no hinduismo; sikhs (o nanak-panthis) pero no sikhismo.

En realidad, fue con la pluralización del concepto religio, un hecho realmente sólo reconocible a partir de la prolongada experiencia colonial, posiblemente a lo largo del siglo XVII, por darle algún anclaje histórico, cuando nacieron muchas religiones del mundo. Nótese que en muy pocas lenguas no-occidentales podía encontrarse un término que tradujera ese concepto latino. Se buscó en las lenguas indígenas el equivalente más aproximado (en la India se encontró en el polisémico término dharma) y se proyectó sin demasiados miramientos hacia el pasado.

Desde mi óptica, la Modernidad y la religión no pueden postularse como polos opuestos, ya que han sido precisamente las Modernidades las que han generado la mayoría de religiones que hoy conocemos. (Lo mismo que han generado la filosofía, la historia o el arte en muchas partes del mundo.) Incluso me atrevo a proponer que esas mismas religiones o espíritus religiosos han impregnado –siempre en retroalimentación– muchos más aspectos de la Modernidad de lo que bastantes estarían dispuestos a reconocer.

De la misma forma que la ciencia moderna tiene un sospechoso parecido familiar a la teología medieval (Whitehead, 1925), o determinados valores republicanos y liberales tienen su origen en la ética cristiana, y hasta la Modernidad hipertrofiada de algunos puede devenir una verdadera religión (con sus profetas, sus textos sagrados, sus rituales laicos, sus mitos o su escatología), como digo, por un proceso semejante la religión ha contribuido y sigue contribuyendo a reconfigurar eso que gustamos llamar Modernidad. Pienso que hay que dejar de oponer Modernidad y religión. Las que se oponen han sido ciertas ideologías de la Modernidad y ciertas ideologías religiosas (y de forma muy encarnizada, por momentos).

Conclusión

Ojalá que con estas disquisiciones a propósito de las Modernidades, y en especial de la contribución no-occidental a la configuración de las mismas, hayamos podido problematizar tanto este concepto como su supuesta oposición al de religión. Aunque no hay que tomar en un sentido estrictamente literal mi aseveración de que es la Modernidad la que crea las religiones –no abrahámicas– del mundo, sí espero haber aportado elementos para la reflexión y para interrogar los conceptos heredados.

Las religiones hunden sus raíces en estratos muy –pero que muy– antiguos, sin el menor género de duda; pero las religiones del mundo, tal y como hoy las concebimos y conocemos, son hijas de la Modernidad. Y ese es un aspecto que cualquier estudioso de lo transpersonal no debiera pasar por alto.

Conceptos como espiritualidad, sabiduría, consciencia… no son amputables de los procesos y contextos históricos en los que vienen incrustados. Al final, no puedo estar más de acuerdo con el gran pensador francés Edgar Morin, que lleva décadas reivindicando el carácter complejo y pluridisciplinar del mundo en el que participamos. La relación entre Modernidad y religión, más aún en el marco de la colonialidad, es un buen ejemplo.
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